He leído recientemente comentarios que sugerían que sería preferible que el Perú fuera liderado por una potencia como Estados Unidos, en lugar de ser liderado por un país como China, cuya cultura se percibe como muy distante a la peruana.
Al analizar esta declaración, encuentro varios problemas. Lo ideal, en primer lugar, es que el Perú no tenga que ser liderado por ninguna potencia, sino que sea capaz de establecer alianzas estratégicas desde su propia soberanía con aquellos países que considere beneficiosos para su desarrollo.

Por otro lado, me atrevo a decir que, aunque geográficamente el Perú está más cerca de Estados Unidos, la cultura china está profundamente enraizada en la identidad peruana, y lo demostraré con hechos.
Una parte esencial de la diversidad peruana es la herencia genética y cultural que trajeron los migrantes chinos, incluso desde la época virreinal. Los chinos han estado presentes en el Perú casi tanto tiempo como otros grupos migratorios, y sus descendientes forman parte del orgulloso mestizaje que caracteriza nuestra nación.
Este legado está en todas partes: en el Barrio Chino de Lima, en cada chifa del barrio, en nuestra comida criolla que incorporó ingredientes y técnicas orientales, en las tiendas «del chinito» como cariñosamente les decimos, en nuestros amigos del colegio o vecinos de ascendencia china, y en aquella chinita bonita que inspiró más de una canción. China no es ajena ni lejana al Perú.
Muchos hemos trabajado o estudiado con peruanos de origen chino, y somos testigos de su admirable disciplina. Atienden en feriados, se mantienen activos, leen sus periódicos en mandarín, comen saludable, y confían en la medicina natural tradicional. Son reservados, pero quienes ganan su confianza descubren una sabiduría ancestral.
Es cierto que muchos llegaron antes de las grandes transformaciones políticas en China, pero incluso quienes han emigrado recientemente comparten esa esencia de trabajo arduo, disciplina y respeto por la jerarquía. Hoy, muchos de ellos viven bajo una estructura social basada en lealtad y fidelidad a su gobierno, una característica que, aunque difícil de replicar, podría ofrecer una lección a países como el nuestro, donde a veces falta cohesión social.
He conocido casos de peruanos de ascendencia china que han viajado a China en busca de sus raíces. La experiencia suele ser impactante: no porque sea negativa, sino porque exige reaprender, adaptarse a una cultura intensamente estructurada, donde la educación, la disciplina y la lealtad al sistema son elementos clave.
Quizás eso —el sentido de comunidad y pertenencia— sea justamente lo que necesitamos fomentar más en el Perú para poder prosperar como sociedad.
Ahora bien, si cada país exige lealtades absolutas, ¿qué pasa con los ciudadanos que poseen múltiples nacionalidades? Yo, por ejemplo, tengo doble nacionalidad, y aunque hasta ahora no ha habido conflicto de intereses gracias a acuerdos de cooperación, no descarto que el futuro nos presente dilemas complejos. Espero que no sea así, pues valoro profundamente la riqueza de poder pertenecer a más de un lugar.
Respeto profundamente a China y a su pueblo, al igual que admiro a otras naciones que buscan el bienestar real de su población, no solo de sus clases gobernantes.
Concluyo esta reflexión recordando que el Perú, como país soberano, tiene el derecho de forjar alianzas con las potencias que considere beneficiosas, siempre y cuando proteja sus recursos estratégicos y defienda los intereses de su gente —como lo hacen precisamente esas potencias que admiramos.
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CRLuismël
2025-05-17